lunes, 9 de mayo de 2011

Cuidado con elogiarlo todo


No me gustan los que se exceden elogiando a los que llaman "clásicos" sin apenas entenderlos, ni los que identifican antiguo con bueno; parecen, por desgracia sin serlo, filólogos del XIX.

Un diálogo ficticio:

-Paul Veyne en Séneca, una introducción:
"¿Los renacentistas no usaban capiteles de templos griegos paganos para iglesias cristianas? Yo quiero valerme de conceptos y pensamientos antiguos para darles un nuevo uso".

-Adolf Hitler: Yo ya he probado con la esclavitud porque "con humanidad y democracia nunca han sido liberados los pueblos".

El estoicismo, la filosofía del yo.

Séneca escribe en la Consolación a Helvia, su madre, a propósito de su destierro en Córcega motivado por un supuesto affaire adúltero con la hermana del enfermo Calígula, una tal Julia Livila:
La fortuna no te ha concedido que quedes libre de los más graves duelos, ni siquiera ha hecho una excepción con tu nacimiento: perdiste a tu madre justo cuando naciste, mejor dicho, mientras nacías, y en cierta manera, fuiste abandonada a la vida. Creciste bajo una madrastra a la que, gracias sin duda a tu obediencia y cariño, igual al que puede concebirse en una hija, obligaste a transformarse en madre, pero para cualquiera supone mucho una madrastra aunque sea buena. Perdiste a mi tío, hombre encantador, extraordinario, lleno de energía, cuando estabas esperando su llegada; y para que la fortuna no aligerase su crueldad con intervalos, al cabo de menos de treinta días, acompañaste los restos de tu amadísimo esposo, del que habías tenido tres hijos. Cuando todavía estabas de luto se te anunció la tragedia, en ausencia por cierto de todos tus hijos, como si a propósito se acumulasen todos los males en ese momento para que no hubiese donde tu dolor pudiera apoyarse. Paso por alto tantos peligros, tantos miedos; lanzándolos sobre ti sin tregua los soportaste: uno tras otro en el mismo regazo del que habías dejado marchar tres nietos, recogiste las cenizas de tres nietos; aún no habían pasado veinte días desde que habías enterrado a mi hijo, muerto en tus brazos, cubierto de besos, y escuchaste la noticia de que yo había sido desterrado; te faltaba todavía eso: llorar a los vivos.