martes, 4 de enero de 2011

Una mañana perdida

Llego en punto a la biblioteca y me encuentro con esto: Días 24 y 31 cerramos. Me encuentro en uno de los pueblos más feos de toda Galicia, a las 9 de la mañana, totalmente solo. En cambio, tengo buen sabor de boca porque todavía conservo el aroma del Nespresso que acabo de disfrutar en casa. No me apetece otro café y doy un paseo por el pueblo. Es curioso que a primera hora de la mañana los únicos puntos de luz sean los bancos. No es una mañana fría. Las calles están desiertas y trato de imaginarme cómo sería estar en casa, bajo las mantas. Me entran un par de escalofríos y finalmente decido ir a tomar un café. El bar mas cercano es uno muy céntrico. El ambiente es tétrico. Ni un ápice de buen gusto. No se si es peor el ambiente de casposo banquero que se respira o la voz chillona y demasiado enérgica para estas horas del amago de camarero. Desde mi rincón distingo dos zonas con mucha claridad: la barra y las mesas. La primera zona es la burguesa: gente con traje que se mete el dedo en la nariz, literalmente. Uno de ellos parece una buena persona: lleva ropa elegante pero sin ir de traje, es el que menos habla, no fanfarronea con el camarero y escucho que sus hijos ninguno ha estudiado económicas sin que parezca muy afectado.

El ambiente casposo habla de política. Ahí ya no entro, se haría demasiado largo. La segunda zona es la de las mesas. Gente mundana, sin traje. Aquí me senté yo. Gente de las tiendas y de la frutería que lindan con el establecimiento. Hay una pareja donde el chico parece que tiene cáncer. Detrás, junto a la ventana lo que parece un mecánico, por su mono de trabajo. Mas tarde entran una chica y su abuela, apuesto que esta es su parada previa al centro médico. A mi lado se sienta lo que la gente llamaría una choni, siempre abundantes en Porriño. La acompaña su amiga gorda y maja, la que aguanta las gilipolleces de la que se pinta la cara para tomar un café a las 9 de la mañana. Faltaban los gitanos, que entran mientras escribo sobre la choni: ostentando poderío se sitúan en la primera mesa del local.

Al cabo de unos minutos entra un chico con el pelo teñido, vamos, con mechas. Lo primero que hace es fijarse en la choni de mi vera. Después de un par de vistazos descarados se aleja, compra tabaco y se va. Hasta es posible que se conozcan. Tiene mérito mi entrada, escribí todo esto antes de darme cuenta de que a todos sus conocidos casposos y clientes habituales de la zona humilde les había dado un bizcocho de fin de año para acompañar el café: a todos menos a los gitanos y a mí.

Cuando me iba, después de pagar con el billete más alto que tenía con la intención de robarle el mayor cambio posible, me dijo "¿que tal todo?". Y como a mi me encanta satisfacer la curiosidad de los demás le espeté: "el café muy cargado, pero el bizcocho ha estado muy bien". Por un momento se calló, dejó de hacer el imbécil y paró de fingir.

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