sábado, 8 de noviembre de 2008

¿Historia sin final o imperfectum?

Había escrito hace un tiempo una historieta a la que ahora mismo no soy capaz de dotarla de un final, por lo menos de un final a lo Capra, y se lo merece. Todo el relato y, en especial su título, me recuerda a mi primera entrada. Me había olvidado de colocarla en el blog:
Hay quienes dicen que donde está tu fracaso es donde se encuentra lo más trascendente de ti. Cuando lo leo me siento con muchas ganas de escribir lo contrario. Unos dan lo mejor de sí mismos subidos al laurel, en el triunfo. Otros, en cambio, seríamos unos estériles si no fracasásemos un poco cada día. Quizás no sea loable y ni siquiera se pueda medir por idéntico rasero el triunfo y el fracaso de todos.

–¿Hace más de un año que vivo totalmente sola, sabes?-. Me dijo Ana. Es demasiado agradable. -Sí, contesté,-pero es peligroso porque acabas acomodándote y cerrándote a los demás-. Ella conocía perfectamente mi carácter extrovertido, que había derivado desde hace unos meses en una extensa red de amoríos. Se sorprendió durante unos instantes de que fuese tan franco con ella, pero en seguida respondió con la resignación de alguien que vive alejado de la sociedad. –Yo hago como tú. A ti las circunstancias te acercan a una mujer y tú la tomas; con respecto a mí, se obstinan en no presentarme nada, y no tomo nada. ¿Para qué contrariar al destino? La soledad no solo me gusta, me llena. Quizás podría decir que es el placer más grande de mi vida actual. Ana es pintora, pero nunca he dejado que me retratase. Le propuse que viviese conmigo y que así le serviría de inspiración. No aceptó. Me confesó que no podría arriesgarse a estar conmigo a solas más de un par de horas.-Ya sabes que te adoro-, dijo. Somos amigos desde que murió mi novia. Ella era su amiga desde hace unos seis años, desde que empezamos, todos, nuestras carreras. Ana tuvo la desgracia de ser quien conducía el coche en el momento en el que tuvieron el accidente. Desde entonces, si a ella le llena la soledad, a mí me satisface de lleno su compañía. Nos vemos a menudo.

-Un café con hielo-. Esa era toda la conversación había tenido con ella. Estaba atónito. Era nueva. Creo que lo que más me sorprendía de ella era cómo me miraba, ya ni siquiera eran sus ojos, sino su forma tan cálida de fijarse en las personas. Había reparado también en que de mis amigos sólo lo hacía conmigo. Cada vez que tomábamos algo en aquel nuestro café, nos había atendido ella: tenían dos camareros y no siempre le pertenecía a ella el terreno que pisaban nuestros sofás. Por la noche, al cerrar el café, solíamos ir todos a los pubs. A veces la veía. Los dos recorríamos todos los antros con algunos amigos, sin buscarnos, aunque tratando de toparnos el uno con el otro al doblar una esquina. ¿Cuántas veces me habré quedado absorto y ensordecido, en vano, al encontrarme una joven parecida a ella? Como camarera era torpe y distraída, pero nunca conseguí ponerla nerviosa y eso me descolocaba. No era de las que se dejan intimidar. Yo Buscaba algo, pero no tenía todavía claro el qué. No estoy del todo seguro pero creo que ya desde este inicio ella se movía también hacia una meta; yo. Cuando nos topábamos al doblar esquinas, de noche, nunca nos hablábamos, ni un saludo, simplemente utilizábamos la mirada para declarar nuestro interés. El primer día le hablé yo. Ni siquiera recuerdo qué dije, pero debió gustarle porque al instante me besó. Le pregunté el por qué de aquel repentino beso, le dije: ¿por qué has hecho eso? Me respondió como una niña, me dijo: “quería saber qué se sentía y si me iba a gustar”.
-¿Qué se siente al besarme?-. Le pregunte. “Es como hacer el amor con muchos otros” Contestó. Desde ese momento, y no se muy bien por qué razón, cuando la veía me recordaba siempre de lo que había respondido Tony Curtis a un periodista que le preguntó qué se sentía al besar a Marilyn Monroe. Lo que éste dijo fue: It is like to fuck with her. Mi inconsciente… que es un poco canalla.

“Me gustan porque no son tristes” había dicho sin despegar un momento su mirada de mis ojos. Mi silencio hizo evidente el desconcierto que sus palabras habían provocado en mí y ello pareció gustarle. El desconcierto era porque lo había dicho sin pensar. No había sido sorprendido, a mucha gente le gustan mis ojos. Pero esas pocas palabras de apariencia tan casual, tan vacía, revelaban una magia que sólo un par de momentos antes estaba oculta. ¿No hacía ya largos meses que nos encontrábamos casi todas las noches? ¿Por qué me habían desconcertado sus palabras? Parece que todos llevamos una máscara. Siempre. Todo es un disfraz, que nunca es el mismo para cada uno de los papeles que interpretamos: el amigo, el intelectual, el novio, el amante, el cobarde, el traidor, el traicionado... Creo que ella era la única persona que me veía a los ojos fijamente y conseguía verme desnudo, sin ningún tipo de antifaz. Esa noche, de camino a casa, pasé junto a un pequeño y encantador cine de reestrenos. Ese mes ponían un ciclo de clásicos: estaba dedicado a Humphrey Bogart, su actor favorito. Me detuve y estuve un tiempo bajo la marquesina mirando los carteles de las películas programadas para los próximos días. Volví a casa después y escogí casi al azar una agencia de viajes en el listín telefónico y le dije al que descolgó el auricular que quería ir a Cayo Largo. Fuimos juntos donde rodaron su última película juntos dos de los más grandes: Bogart y Bacall. Las primeras dos semanas nos fascinó Cayo Largo, las dos últimas se aburrió. Pero las personas que soportan con facilidad el aburrimiento, como ella, son las más interesantes porque tienen tiempo de sobra para pensar.

Llegué a pensar que a Ana le había ocurrido algo realmente malo y me preocupé. Cuando crucé la puerta de su pequeña casa de campo me encontré todo el pasillo lleno de gotas de sangre. Grité y me asusté de mi propia voz. Ella gemía de dolor. Estaba en el baño, al verme se giro y me dijo que se había cortado en la zona de la nariz. No quise preguntar ni cómo ni por qué. Le pregunté si le dolía y me dijo: “No, únicamente al respirar”. Nos reímos y añadió: “También al reírme”. Me gusta estar con Ana. Cuando estamos juntos no necesitamos hablar. Sabemos en todo momento lo que el otro piensa. La gente normalmente tiene miedo a estar en silencio ante sus amigos y suelen rellenar esos huecos con frases hechas. A mí no me parece mal que lo hagan, me gusta hablar, aunque sea por hablar. La vida es quien ha hecho a Ana más callada que yo. Solemos hablar sobre Joa. Compartimos momentos que pasamos con ella, en el fondo a los dos nos vienen bien.

Lo de aquella noche parecía necesario. Ella estaba sentada en su sillón, pero a mi lado. La sorprendí cuando me miraba a los ojos. Ana nunca me mira a los ojos, y no se el motivo. Dudaba en comenzar una conversación después de lo que habíamos hecho. Me sentía otro. Y limpio, como si no le hubiese fallado a nadie, como si lo sucedido hubiese sido determinado por el destino y no por las circunstancias. “Todo hay que volver a inventarlo, Ana; el amor no tiene por qué ser una excepción. La gente cree que ya no existe nada nuevo bajo el cielo y se equivoca”-. “Yo soy de las que opino que inventar, en este mundo significa, como antiguamente, “buscar”, dijo, melancólica. Añadió: “Cuando pienso que hace a penas dos horas me estabas sacando el pantalón, como si fuese Joa, que me acariciaste las tetas…” Entonces yo la apreté hasta que se quejó, como intentando eliminar lo que habíamos hecho. En aquel momento yo era la circunferencia y ella el círculo.


Cuando estaba con Joa yo era su causa primera, el principio y el fin de toda realidad; y ella lo era para mí, puesto que ya en aquel entonces el Dios hacedor cristiano no existía en mi mente. La quería a ella, nada más: en aquel momento yo quería lo que yo era y estaba libre del acecho de Dios. Ahora, con su muerte, todo apunta hacia la religión y es más, todos hacen que apunte hacia Ella. Pero si me dirigiese a los brazos de Dios sería un egoísta porque me estaría librando de mí mismo para acercarme a lo que supuestamente me libró de lo que era mi causa primera. Él me ha sacado de donde yo estaba, de donde yo quería lo que era, de donde era lo que quería. Quizás esté demasiado trastornado y cansado como para pensar. Dejémoslo.

Hoy es el día después. El Sol ha vuelto a salir. No debe saber que te has ido. Dormí muy bien y me siento culpable, porque dormí sólo. Lo primero que hice fue buscar en tu parte de la cama. No estabas y decidí escribirte algo para sentirme mejor. Hay gente que con los matices de la música consigue mejorar su ánimo. Yo cogí un bolígrafo porque el piano y el chelo no estaban a mano. Creo que la tinta es negra, no se si es impresión mía o lo es en realidad. Todo está distorsionado, la luz del Sol me ciega: cualquier sitio en el que deposito la mirada está lleno de blancura, resplandor, de tu tez. Me paro a pensar y recuerdo que ayer tu entierro fue precioso. Todo lo que un evento como ese puede serlo. Pienso en ti y en cómo puede ser la muerte. Incluso me la imagino; la muerte se ha vuelto para mí inmortal, ahora siempre la tendré presente. Tu muerte es para mí todas las muertes, es irremplazable, perfecta. Aunque quizás no debería hablar de la muerte, sino del final de la vida. La muerte es perfecta, lo imperfecto y fallido es la vida; supongo que tanto la tuya como la mía. Tú no tuviste lo que merecías. Cometimos un fallo; no vivíamos en función de la muerte, sino que vivíamos olvidándola. Y olvidar la muerte lleva a no extraer de la vida sus más profundos significados, a no alcanzar de cada placer el mayor goce, de cada fe su mayor recompensa, aunque sea ésta ficticia. Ya desde hoy siento que tu muerte es como un cuadro colgado en la pared que desde la cumbre preside, con una certeza inexorable, mi existencia. Siento que me vigilas. La mayoría de las personas se aferran al espíritu y se amparan en la fe para luchar contra la muerte. Pero ¿cómo podrán ver morir lo que no vemos? La trampa de la muerte, astutamente, está cerrada. Lo único malo es que tú también has caído en ella.

Hacía ya casi un mes que no veía a Ana. Todo era un juego en el que todavía teníamos que establecer las reglas, todo estaba en el aire, y a bote pronto estábamos enganchados el uno al otro. Era difícil que coincidiesen nuestras vidas en un punto concreto donde nos pudiésemos ver. Eran muchos nuestros quehaceres y constantes los viajes de ambos; siempre por separado. Aun así manteníamos largas conversaciones por las noches, pegados al auricular. En realidad ambos estábamos empezando a conocernos, a nosotros mismos y al otro. Nadie sabía lo que quería del otro todavía, y eso está muy bien. Yo me iría un par de meses a hacer una especie de Master al extranjero y ella tendría que trabajar en fechas venideras, por lo que decidimos recorrer cada uno la mitad del camino que nos distanciaba. No fue coser y cantar. Había huelga de trenes ese día y hacia nuestra estación mediadora solo venían dos. Yo llegué primero al andén de la estación. Casi media hora por delante, todo un mundo para pensar. Sentía nervios, mi estomago daba vueltas pensando en el encuentro casual. La estación tenía bancos donde sentarse pero no aguanté demasiado en uno de ellos. Con inquietud fui a husmear por las tiendas de la estación y acabé viendo la cartelera de los cines. Pensé en llevarla, pero nada me gustó, todo era cine comercial. Quedaban sólo diez minutos y me propuse observar a la gente que esperaba entrar en el tren en el que venía Ana. Todos eran raros. Ninguna persona que a primera vista se pudiese llamar normal. Me desestabiliza la gente extraña que no sabes como ha de reaccionar. Una pareja homosexual me echó algún piropo que al llegar Ana procuré no mencionar. Entonces me di la vuelta y procuré no volver a observar. Ya sólo eran tres o cuatro minutos que los pasé observando una placa que habían colgado en la estación. Me fijé en nombres y apellidos y entre algún Váquez y varios Pérez el tren llegó. Me giré y la vi salir del tren: todavía tenía que llegar hasta mi andén cruzando el paso subterráneo. Sólo fueron unos veinte segundos pero me bastaron para descubrir que no siempre que se espera se puede pensar. Traté de sorprenderla colocándome al lado de las escaleras, pero sin que me viese. No pude, su sonrisa de llegada me cautivó. Me mantuve serio e intenté darle dos besos, no se si pude, no lo recuerdo. Caminamos hacia el exterior de la estación después de nuestro poco efusivo saludo. Hablamos sin parar, sobre todo ella. Había echo cosas muy interesantes durante las últimas semanas. Nos dirigimos al centro de la ciudad, que ninguno de los dos conocíamos a la perfección. Visitamos creo que una iglesia. A Ana le divertía y a mí también. Nada más entrar en la iglesia me vestí mis ojos con sus galas más virtuosas, es decir, traté de convertirme en Góngora y de explicarle aquella iglesia a Ana. En el fondo no me gusta Góngora y no se me da bien ser él. Además todos sabemos que una explicación artística no es más que un error bien vestido, ya que el arte no se debería explicar. Al abandonar la iglesia debatimos sobre algo relacionado con el Panteón romano, era sobre su cúpula, no lo pude evitar. Paseamos con tranquilidad por aquella ciudad que estaba en fiestas. Los dos estábamos somnolientos, no habíamos podido dormir bien. Había una orquesta que tocaba muy mal: y más iglesias, y más terrazas, y más paseos, y más mar. La mañana era perfecta para hablar mucho y nos confesamos algunos secretos. Cada vez que el Sol iluminaba su pelo éste brillaba, y su reflejo creo que fue lo que consiguió despertarme. Ana debe ser una obsesiva del pelo, siempre lo lleva casi perfecto, y por ello me pasé el la mañana despeinándola. La gente, cuando ve que la despeinan trata de peinarse, pero Ana no: no le importa hacer el ridículo un rato si la ocasión lo merece y quizás sea esa una de las cosas más importantes de ella. Tratamos de encontrar una terraza donde comer algo pero no encontramos ningún buen precio exento de cucarachas en el suelo. Pasamos cerca de un castillo con un molino que, muy quijotesco él, acabó siendo un Parador. Ana dijo que me invitaba: no pude evitar decirle que no, aunque sólo fuese por ver su cara a la hora de pagar, ahora me arrepiento. Vagamos como gatos callejeros y fuimos a maullar a un lugar de comida rápida. Uno de estos sitios take away no es lugar idóneo para una historia como la mía y la de Ana, estaréis pensando. Y tenéis razón. Por ello nos fuimos con nuestros bigotes a un parque a hacer picnic. Nos sentamos en un trozo de hierba que estaba seca en un parque cercano y céntrico. Yo comí con muy poca tranquilidad, estaba deseando que llegase el postre. Ana parecía más tranquila, comía más lenta, sabía hacerse esperar. Estuvimos haciendo el tonto un rato cuando acabó. Después tonteamos. Nos tocábamos sin querer, nos mirábamos, los roces eran continuos, las bromas también. Creo que en una de ellas fue cuando le planté un beso que no quiso evitar. Nuestros labios se encontraron, pero todavía estaban secos. Me aparté un poco y nos miramos como se mira a una estrella fugaz. Los labios ya estaban húmedos y las miradas también. Ana cerraba los ojos al besarme. Yo adoro observar cómo se le cierran y se abren, de vez en cuando, sin sentido estricto, al azar. Nos quisimos ante la mirada atenta de los niños del parque que estaba a nuestra espalda. Era algo así como un estimulo. Sus ojos color miel me cegaron al abrirse tan de repente. Me apresaron. Ella, al ver los míos abiertos, me dijo: eres de los que no los cierran. Dice la gente que los chicos que no los cierran son falsos. Contigo no puedo serlo, le contesté. Nos besamos más, sin ternura, con mucha sal. El postre estaba bueno. Rodeé sus hombros con un brazo, su cintura con el otro y observé sus ojos de cerca, tanto que se distorsionaron, y ceñí su pecho al mío. La gente le llama abrazo. Coincidíamos en la importancia de los abrazos. Antes le había dicho a Ana: necesito cafeína. Creo que los cafés con hielo como los que tomamos llevan a la gente a hablar. Sin darnos cuenta estuvimos en aquel lujoso café más de una hora y media, hablando sobre nuestras vidas y amigos interesantes, pero sin profundizar. Reímos con anécdotas y soñamos con viajes que por el momento sólo parecen imposibles. Creo que inventamos un poema en aquel café. El resto de la tarde transcurrió entre besos y abrazos, entre algún que otro café con algún camarero inútil, entre algún que otro cuarto de baño donde ambos, en nuestro interior, imaginamos entrar para darnos un revolcón. Aquel café enano tenía una luz y un cristal cristalino maravillosos que hicieron su pelo y sus ojos un poco más claros aun. Antes era miel, ahora parecían jalea real. El día no dio para más. Queríamos pasar la noche juntos pero las circunstancias lo habían conseguido evitar. De camino a la estación separadora nos parábamos en las placitas confidentes para besarnos en algún banco o en alguna esquina. Ana hablaba de sus amigas y de años de infancia, pero aquello ya no tenía interés para mí, y por ello por dentro me lamentaba un poco. Pero en el fondo el desinterés era un interés mayor. No quería conversaciones estereotipadas con Ana, incluso preferiría discutir. Discutiendo la gente siempre defiende una postura concreta y esto significa llevar un antifaz; y uno de los escritores favoritos de Ana afirma que sólo cuando el hombre lleva una máscara dirá la verdad. Me limité a escucharla, a girar la conversación y cuando no se lo esperaba, a besarla. Era la hora: llegamos a la estación. Temíamos a la despedida como todo aquel que aprecia a aquello de lo que se va a separar. Lo primero que hicimos fue ver a qué hora pasaba el tren, el mío era inminente. Nos abrazamos, dijimos cosas que se dicen en esos momentos, que nos llamaríamos…bla bla bla. La miré a los ojos, acerqué su barbilla lentamente: la besé, nos besamos. Mis ojos estaban abiertos, se dio cuenta cuando sus parpados consiguieron dibujar una grieta. Pero no siguió mirándome a los ojos, los evitó; cerró los suyos, me besó y me dijo: ¿Cuándo los vas a cerrar? La besé y le dije: cuando tú me mires a los ojos yo los cerraré al besarte, al besarte a ti. No me di la vuelta, me fui pero no me di la vuelta. Sus ojos se incrustaron en los míos; todo era color miel, dulce. Nos despedimos en aquella estación haciendo de aquella tarde literatura.

Creo que soñé con sus ojos y con su última mirada. Había sido aquel encuentro de nuestros ojos tan claro y directo como compulsivo, necesario e inevitable. Dicen que la mirada es, junto a los gestos, el más universal de los lenguajes: el texto más locuaz cuanto más silenciosamente se revela. Las miradas son un lenguaje reducido y simple, como todo aquel lenguaje que pretende ser universal, pero esa reducción necesaria no afecta casi a su evidente profundidad. Los cuerpos son la verdadera definición de los seres, su esencia, lo que apenas puede engañar, lo que nunca miente. Mis ojos estaban ciegos de tanto que ya había visto: los de Ana estaban borrachos de su propia mirada, y ebrios de tanta y tan implacable luz. Sigue mirándome, Ana. Mira.

-¿Ana?-dije vistiéndome su camisa en su habitación. Salió del baño en ropa interior y le dije: tengo que irme. Al escucharme se acercó y me cogió del cuello para después besarme. La malinterpreté pero ella rápidamente dijo: no, ahora no. ¿Cuándo? Repliqué yo. Sonrió haciéndome parecer un pesado y finalmente dijo: se acabó. Seguí abrochando los botones de mi camisa, a pesar de lo inesperado de su contestación. ¿Cómo?¿ Qué se acabó? Conseguí murmurar. Ha sido maravilloso y para que continúe así es mejor que se acabe, afirmó tajantemente. ¿No quieres volver a verme? Refuté. Sí, verte si que quiero, pero únicamente como dos amigos. Cada vez se la veía más nerviosa. ¿Cómo amigos? Ella me contestó: no nos queremos y lo sabes. Quieres a otra. Y yo quiero a otro. Me di la vuelta para tomar mi americana a la vez que le decía: Oye, Ana, no se si todavía quiero a Joa, pero te quiero mucho más que como una amiga. Pues no debes. Me contestó duramente y continuó: Hay cosas que no se deben comenzar. ¿Sabes? He estado muy bien contigo, mejor de lo que he estado con nadie. Mi reacción fue totalmente previsible. Tomé su barbilla con mi mano derecha le dije cerca del oído: no seamos tontos, sigamos. No piensas lo que dices, contestó. No soy más que una substituta, y tú también eres un substituto. Le pregunté si estaba loca. Me dijo que no forzase las cosas porque sólo conseguiría estropear el recuerdo de aquellas noches.

3 comentarios:

Raquel dijo...

=)Nunca me cansará.
Historia sin final...qué aporía!

Osore dijo...

Mi comentario se reducirá a una palabra: MÁS.

Que la Fuerza te acompañe.

Ó dijo...

queltava: ¿me acusas de aporético? Un poco sí, la verdad. ¡Me alegro de que te haya gustado! Aunque yo lo volvía a leer hace un momento y la verdad, le faltan retoques de escritor: me precipité al colgarlo tan pronto y sin pulir!
Osore: ¿Más? ¡Lo gracioso es que se acabe ahí mujer!¡Lo interesante es que nadie sabe lo que va a pasar entre ellos! (era lo que intentaba transmitir: que ni ellos lo sabían) jeje!