Últimamente tengo más tiempo para mí mismo que para los demás. Lo necesitaba después de una gran dosis de samaritanismo. Eso implica muchas cosas: uno tiene tiempo para estar tumbado en cama, escapando del frío, escuchando la lluvía. También me ocurren cosas un tanto excepcionales como encender la radio justo en el momento que están poniendo una de mis canciones preferidas, o alguna que es del gusto de alguna amiga. Por su puesto, estamos en fiestas, y a menudo me río hasta que me duele la mandíbula. También hago reír: acción satisfactoria donde las haya, aunque sea a costa de amigos. Dejando de lado la risa son importantes en estas fechas los largos baños de espuma (pero con poco agua para no derrochar). Me paso todos los mediodías de charla: primero con mi abuela, matrona gallega ejemplar, y después con mis propios padres. Con el paso de los días he descubierto que mi abuela creció sin padre. Éste se fue a Argentina cuando ella tenía sólo cuatro años. Pero de algo se acuerda, no os vayáis a pensar. Me confesó que su padre no era “de ben”. Me dijo que trataba muy mal a su madre. “Era malvado” según ella. Argumenté que casi mejor que se hubiese ido a las Américas. Me dijo que si, pero que a penas mandaba dinero a Galicia. Su padre tuvo una mujer “en el lado de allá”, precisamente en Buenos Aires. Nunca volvió (o eso me dio a entender). Mi abuela me dijo también que su padre tuvo allí una hija a la que ella nunca conoció. Dicho por una persona con 84 años como mi abuela, acostumbrada como muy poca gente de nuestra generación a hablar, esta historia suena más trascendental. Un día la grabo, pero sin que se de cuenta, que si no se me pone nerviosa. Cuando acabo de comer procuro sentarme al lado de Lorenzo y calentito leer unas páginas. Empecé con Enrique Jardiel Poncela y con su “Amor se escribe sin hache”, pero he de reconocer que no me gustó. Demasiado humor junto: cargado de incongruencias y de situaciones forzadas. A pesar de todo, debo reconocer que me reí un par de veces por página, pero quiero que entendáis. Escribió al comienzo de su libro, en sus 8.986 palabras a modo de prólogo que no le gustaba La Ilíada. Le guardo rencor. También a mi favor juega el pésimo e imitativo prólogo con el que Yolanda García Serrano hace el prefacio del libro. Lo más interesante de Jardiel Poncela: que conoció a Chaplin cuando viajó a Hollywood para dialogar películas en castellano, contratado por la Fox. Lo voy a abandonar en la página 45. Quizás algún día lo retome, nunca se sabe. Hay un dicho que afirma que “el buen lector se salta páginas”, así hice yo toda la vida y no me pesa. También hace dos semanas leí en un recopilatorio de frases latinas algo así como Multum, non multa legendum esse. Muchas veces y no muchas cosas se debe leer. Me llamó la atención los sabios que eran los latinos. Pero yo creo que cuando se trata de hablar o charlar con la gente también importa la cantidad porque sino pierdes el contacto. Se debe charlar con quien aprecias mucho y de muchas cosas. Leer es otra cosa porque hay que transportarse al tiempo y las circunstancias de quien escribe y eso lleva tiempo, porque si no lo hacemos eso puede llevarnos a que, como Jardiel Poncela, no nos guste La Ilíada. Ahora pienso y me pregunto si con su obra a mí me ocurre lo mismo. No lo sé. Las cosas en su contexto. Hoy debéis notar que estoy especialmente contento: ¿La razón? Escuché fortuitamente que alguien decía algo bonito sobre mí.
Para terminar una cita de Jardiel Poncela:
“Siempre es divertido hablar sobre uno mismo”
Para terminar una cita de Jardiel Poncela:
“Siempre es divertido hablar sobre uno mismo”
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