lunes, 24 de agosto de 2009

El arte agiganta la polis


Alejandro Magno dañó la separación nítida, existente hasta entonces, entre helenos y bárbaros. Todos sus territorios de Asia menor, Grecia, su Oriente Mesopotámico hasta bien entrada la India y Egipto formaban, en conjunto una nueva unidad política y quizás hasta cierto punto podría decirse que “casicultural”. La democracia practicada previamente en algunas ciudades estado griegas era ahora inviable e impensable, pero quedaba vivo su recuerdo y ello puede explicar la necesidad de los monarcas helenísticos de ejecutar una política propagandística sin demasiados precedentes. Proliferaron las esculturas con representaciones divinas en las que se escondían detrás de los objetivos religiosos ciertos intereses para los promotores, casi como hoy en día. Lo que no se pudo, ni se quiso, evitar, el desarrollo entre las élites culturales de un espíritu ecuménico, del sentimiento de pertenecer a una sola humanidad. Así me explico yo la codificación de las maravillas del mundo: las pirámides de Gizeh, y el faro de Alejandría, en Egipto. Los jardines colgantes de Babilonia, en Mesopotamia. El templo de Artemisa en Éfeso, y el Mausoleo de Halicarnaso, en Asia Menor. El Coloso, en la isla de Rodas, y finalmente en Grecia, la estatua de Zeus en Olimpia. Todas representaban un imaginario colectivo. Había dos grandes imágenes religiosas (la crisoelefantina de Zeus que había hecho Fidias y la estatua colosal de Apolo, en bronce, a la entrada del puerto de Rodas); un templo dedicado a una diosa (Artemisa); una empresa arquitectónico-urbanística de carácter lúdico como eran los jardines suspendidos; unas tumbas faraónicas, pirámides, y finalmente un monumento escultórico de exaltación monárquica, la tumba de Mausolo. Debido al hecho de que no se repetían ¿hasta que punto es posible que funcionasen como los monumentos característicos y representativos de una ciudad ideal?


Salvando distancias, en el siglo XX, Hitler y Mussolini promovieron empresas colosales como expresiones perdurables de su poder totalitario. Los delirios arquitectonicos del poder nazi se manifestaron en proyectos colosales como el del Gran Palacio para Berlín, diseñado por el propio Hitler con la colaboración del arquitecto Albert Speer.

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