lunes, 2 de febrero de 2009

Fédéric Chopin

Estaba escuchando un poco de Chopin para empezar a preparar un examen de francés que tengo el lunes. Recuerdo haber hecho algún trabajo sobre él. Pero mi memoria es mala. No sé demasiado sobre este romántico: recuerdo eso sí, sus enfermedades estomacales y su fobia a los espacios abiertos. Busco y me deleito: ¿Hubiese sido Chopin el mismo de no haber caído en París? Ni hablar, imposible. En París Chopin se hizo, pasó de ser Fryderyk ser Frédéric, se esculpió para la posteridad, se entregó, vivió hasta las últimas consecuencias, murió y se inmortalizó. Llegó en 1831. Con la tarjeta de visita llena ya de algunas pruebas de su genio musical. Para entonces había compuesto buena parte de sus Estudiios, opus 10, por ejemplo con lo que había explorado esas microformas del piano que desarrolló durante toda su vida- en preludios, nocturnos, scherzos, polonesas, mazurcas, baladas…- y que le hacen un genial escritor de relatos musicales en ese género más que en otros que pueden ser equiparables a las novelas, aunque éstas, como sus dos conciertos monumentales y sus tres sonatas, sean también obras maestras. Allí estaban Liszt, Mendelssohn, allí el público se perfumaba con las mejores óperas de Rosinni y Bellini, dos de las almas musicales que Chopin más admiró; allí era fácil encontrarse en el mismo salón a Victor Hugo, Balzac, a Meyerbeer, Berilos, Ingres y Delacroix. Todos ellos muy probablemente le escucharían tocar y algunos de sus amigos sin duda dejarían a sus vástagos a su cuidado para sus clases musicales, con las que se hacía un sueldo y que cobraba a precio de oro, unos treinta francos por sesison, lo que le permitió nadar en el lujo. En París, Chopin se convirtió en un referente muy pronto. Se movió como una anguila en los círculos de poder, donde le introdujo la familia Rothschild, que expedían los mejores pasaportes para la élite. Su ambición era convertirse en un intérprete de éxito, pero su salud le regateaba la fuerza física necesaria para aguantar y fue incapaz de resistir ciertas comparaciones como la que suponía ser contemporáneo de Franz Liszt, el huracán del piano, el mayor triunfador de la tecla en aquel París. Tuvieron una intensa relación de amor odio, envidias y admiraciones mutuas que en la historia se han resuelto con empate. Si Liszt fue un intérprete superdotado, Chopin fue un compositor genial para el piano. La fuerza de la naturaleza que debía ser Liszt al piano le deja como auténtico precursor del fenómeno de los fans musicales ¿un pre-Beatle?, quien hacía literalmente berrear a las señoras e impresionaba a sus defensores y a sus detractores. Chopin admitió la supremacía de Liszt en la interpretación con una frase definitiva: “Liszt está tocando mis Estudios- le contaba a su amigo Stephen Heller en una carta- y me trasporta más allá de mis concepciones. Me gustaría robarle su manera de interpretarlos”, cuenta Harold C. Schonberg, crítico de The New Cork Times, en su capítulo dedicado a Chopin del libro Los mejores pianistas. Quizás la fuerza indomable, electrizante de Liszt al piano acobardara un tanto a Chopin- cuyas limitaciones físicas daban para mostrar su téctnica, pero no para arrancar la fuerza suficiente que necesita un concertista en grandes auditorios- y le llevara a dejar de tocar como tal a los 26 años, después de un concierto en París en Abril de 1835. Desde entonces ofrecía recitales en salones pequeños, no con más de trescientas personas de público. Alguna vez lo hizo a cuatro manos con Liszt, que siempre se declaró admirador de su obra y admitió sin reservas su genio creativo agregando a su repertorio de intérprete sus partituras. Y en uno de esos salones conoció Chopin a George Sand, el amor que quedó para la historia. Se la presentó precisamente Liszt en una de esas veladas en las que ambos causaban sensación, porque en materia de donjuanismo, el polaco no era mal pájaro y tenía fama de ligón. Fue una carrera que San frenó en seco. Ella era seis años mayor que él. Su verdadero nombre era Aurora Dudevant y empleaba su seudónimo para firmar novelas como Indiana o Lélia, que impactaron en la época por ser un ataque furibundo a convenciones morales y costumbres como el matrimonio. La recuerdan como un torbellino que fascinaba por su inteligencia y provocaba vistiendo ropa masculina y fumando puros en público. Tuvo amantes como Próspero Mérimée, Alfred de Musset, Jules Sandeau y dicen también que Liszt, pero el influjo de Chopin en su vida le marcó a ella y a sus dos hijos, Maurice y Solange, con quienes el compositor convivió. Por Sand nos que da constancia de su experiencia juntos en ese libro que todavía hoy despierta la ira de los baleares, Un invierno en Mallorca. Pensaron que sería un buen lugar para buscar paz e inspiración y marcharon los dos con los hijos de ella en busca de un refugio donde recuperarse de las distracciones propias de París y cuidar su delicada salud. Pero el carácter de los nativos y un tiempo de perros consiguieron empeorar todo salvo una cosa: el remate de una obra fantástica. En Mallorca perfeccionó sus Preludios, creó algunos memorables nocturnos y seguramente impresionó a su familia postiza por la forma en que componía. Ya sé algo más sobre Chopin. Ahora gramática francesa, qué ilusión.

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