miércoles, 11 de febrero de 2009

Tears in heaven.

No conocía esta canción en la versión de Billy Joel y Sting: para disculparme para con ella la escucho, repetida y exclusivamente mientras escribo sobre dos películas que miré (sic) con atención, esta tarde. La primera Motín: durante la Guerra de Independencia de 1812, el capitán de barco americano James Marshall (Mark Stevens) es contratado para transferir 10 millones de dólares en lingotes oro desde Francia hasta los Estados Unidos, para ayudar a las tropas norteamericanas a combatir a los ingleses. Todo lo complica la avaricia. La segunda Bailando con Lobos, practicando Cuatro (creo que es el lema que más odio en la televisión) “Practica cuatro”. Bailando con lobos tenemos que encuadrarla dentro del nuevo marco empresarial de finales de los ochenta y principios de los noventa, en el que muchos directores o estrellas actuaban como sus propios productores independientes, y "donde la producción norteamericana es la comercialmente hegemónica del mercado mundial. Algunos directores veteranos observaron con perplejidad los nuevos cambiós en una situación en la que unos yuppies especializados en mercadotecnia conducían implacablemente las riendas de la industria con una calculadora en la mano y sin leerse los guiones que producían. Tal fue el caso del melancólico John Huston, quien expiró tras adaptar prodigiosamente a James Joyce en Dublineses (The Dead, 1987). Los nuevos comportamientos sociales y las nuevas prácticas económicas rapaces de la sociedad postindustrial se expusieron crudamente en Wall Street de Oliver Stone. Mientras otros directores como nuestro Kevin Kostner en su narcisista alegato proindio de Bailando con lobos (Dances with wolves 1990) ofrecían como contrapunto una visión autocrítica de la codicia depredadora que se había asentado en la “construcción de su nación”. Un anti western que no deja de ser un western más. Pero alguien tenía que hacerlo. Recibión un aluvión de Oscars.

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