sábado, 29 de marzo de 2008

Un relato de "mi autoría".

Yo, que soy el mayor amante de las entradas cortas, soy plenamente consciente de que esta entrada es muy larga. Supongo que pocos lo leerán debido a la escasez de tiempo en este mundo tan tan contemporáneo. Diez páginas en word supone prestar una cantidad superior de atención a un texto escrito mayor de la que la mayoría podemos ofrecer (me incluyo). Aun así decidí depositarlo aquí en el blog... por si acaso. Se titula:
Sinistra
Cuando me daba por perpetrar locuras no había nada que me contuviera. Si hubiese sabido como iba a concluir todo, me habría detenido en el principio. Es decir, si hubiese conservado mi sano juicio. Pero en cuanto la vi… en cuanto la vi mi sano juicio se esfumó. Me propuse pensar que era muy diferente a ella, que no la conseguiría. Sin embargo, allí había una bella mujer totalmente sola, y yo con tiempo de sobra; no tenía nada que hacer excepto buscarme complicaciones. No logré traicionarme. Sabía que lo intentaría; no podía dejar atrás una oportunidad como aquella. Hay quienes son capaces de presentir el peligro; yo no. Había salido solo esa noche, como en las películas, sin cartera, sin paraguas, dispuesto a tomarme, entre un poco de buena música y de gente oscura, un par de cafés. Nos cruzamos. En ese intervalo ambos inspiramos con cierta simultaneidad; instantes después yo me había quedado sin aliento. Su fina figura me había rozado forzadamente, aunque con tanta elegancia como intención. Al pasar, ella trataba de esconder su mano en un guante negro, digno de desayunar con diamantes. Se fijó en mí porque estaba solo y porque me había entrecruzado con ella. Yo, en cambio, cuando me fijé en ella fue precisamente cuando reparé en que efectivamente estaba sola.
Recuperado mi aliento, noté que la música que coreaban sus tacones había cesado. Decidí no desviarme, seguir mi curso, evitarme complicaciones. Pero cuando todavía no había logrado persuadirme, ella, como una tentación, se dirigió a mí:
- Disculpa- dijo, con una voz apacible, clara. Y yo me volví con tan poca torpeza como mi ímpetu me consintió. Sonrió, tenue, y continuó: -¿Tienes fuego?-. Yo no fumaba, sin embargo, por no parecer descortés, hice ademán de indagar. Busqué en mis bolsillos. Nada apareció, pero, mientras, advertí que ella tampoco llevaba ningún cigarro encima. Ni llevaba bolso ni su vestido escondía bolsillos. <<¿Qué clase de mujer requiere un encendedor si en realidad no se antoja fumar?>>, se me ocurrió. La que tiene problemas y me va a inmiscuir; esto lo sé ahora. En el momento creí que pretendía no pasar la noche sola y conversar. Simplemente, conversar...
No hizo falta que yo dijese nada. Comprendió que no tenía encendedor y me preguntó por un lugar donde pasar la noche. Me ofrecí a acompañarla al hotel más cercano y la llevé a alguno no tan próximo. Sus tacones, pues, comenzaban de nuevo a entonar; hacían un “da capo” que me llevaría “al fine”. Mientras caminábamos, conversamos; sentimos las melodías perdidas de algún club nocturno, nos protegimos de la llovizna que nos sobrevino y escuchamos, a lo lejos, un par de sirenas policíacas.
A la hora me pareció que ya habíamos rodeado bastantes manzanas y la conduje al hotel más glamouroso que conocía. Por la incertidumbre de la situación y lo mucho que habíamos caminado estaba ya cansado y traté de jugar mis cartas. –Si no les quedan habitaciones a estas horas; ¿dónde irás?-. Le dije. No respondió porque sabía que iba a continuar mi intervención. Me daba la espalda. Yo contemplaba sus estrechos hombros. -¿Puedo ofrecerte mi diminuto piso?-. Ahora me fijaba en su sombra, notaba su respiración en ella. ¿Qué clase de mujer pensarías que soy si acepase?-. Alegó. -La misma que está sola de madrugada en un lugar donde parece no tener casa, que lleva guantes negros de seda y que le pide fuego a un completo desconocido-. Repliqué, con acierto. Se detuvo. Se quedó paralizada delante de mí, en una esquina, sin volverse, sobre uno de los escalones de las fastuosas escaleras del hotel. Dos agentes salieron por la puerta. Se fijaron en ella. Al verlos se giró, me tendió la mano; me abrazó. Todo era extraño. Todo estaba en blanco y negro. Había aceptado mi propuesta.
Como todas las mujeres quiso ir al baño antes de acostarse. Como todos los hombres, le presté una camisa. Estaba muy graciosa; le quedaba floja. Dejó correr el grifo largo y tendido, debió de tener una conversación interesante con él. ¿Yo? Esperaba; el sueño no me había vencido. Antes de entrar en la habitación aguardó un momento en la puerta. Ésta estaba abierta. Nos miramos. Como si se sintiese culpable por algo, por invadir mi morada sin entregarme nada a cambio, me miraba fríamente y sin ardor. Su mente estaba lejos; absorta. Pero esto lo se ahora. Creo que tenía las manos frías.
Hicimos el amor como dos voces de un coro; a la par, pero respetando los silencios, las entradas; forjando bien los matices, los puntillos y las ligaduras, sobre todo las ligaduras. El ritmo nos lo marcaban la hora y el compás; creo que era un Andante, aunque en seguida se convirtió en un vertiginoso Presto. Empezamos piano, ligero; pronto dejaron de notarse las diferencias entre las voces. Ella ejecutaba perfectamente las semicorcheas; marcaba con destreza los esforzando: se dejaba poseer en sus pianissimo. Cada vez que yo hacía una síncopa se le escapaban un par de gallos, notas falsas, destemples… Parecía un tema con variaciones con forma de canon; siempre que el otro tenía una parte persuasiva, esperábamos nuestro turno para darle réplica. Nuestras voces se superponían la una a la otra, se entrecruzaban, y en ocasiones se rozaban con suavidad. Cuando la partitura se acabó, cuando llegamos a la doble barra, volvimos al principio, entusiasmados. Si cabe con más maestría, virtuosos, demostramos que habíamos pasado mucho tiempo calentando nuestras voces, ensayando por separado. El primer movimiento, que consistía, realmente, en salirse de los registros lícitos y avanzar por cromatismos hacia el centro de nuestros cuerpos no lo ejecutamos en esta repetición ya que albergaba demasiados tresillos y adornos; pasamos al segundo, más lento, un adagio; no queríamos sucumbir por placer. Se nos iba la medida, perdíamos el ritmo, por momentos aquello parecía una marcha turca. Yo apreciaba que ella sabía tocar el piano al dedillo, pues, dominaba plenamente la digitación. Llegando al final de la humilde “opera”, durante toda la Coda, hicimos el más histriónico, el más dramatizado de los rittardandos habidos, que hay, y por haber. Realizó como una amazona un pequeño mordente sobre mi oreja y entoné la cadencia final. Auténtica. Perfecta. El metrónomo se detuvo; nos desmoronamos, subyugados al sueño. Excelente opera prima.

Despertamos. Era tarde dentro de la tarde. Teníamos las manos juntas, como pegadas. Ella se percató de la sensación y propuso que nos diésemos un baño; tranquilos, relajados. Le ofrecí algo de beber. Me dijo que un licor. Se dejó llenar el vaso hasta arriba y empezó a catarlo con sorbos delicados. Ya estaba en la bañera. Observé un instante su elegancia al beber y recuerdo que se me vino a la cabeza un verso de un poema que dice que “la vida es un licor que debemos apurar de un trago”. Me introduje en la bañera. Hablamos de literatura, política, arte, cine… Era un poco radical, pero perfecta. Su sonrisa, su voz, sus ojos, su piel, sus manos, sus piernas, su cintura, su pelo pasaron de mis ojos a mi mente cuando salió de la bañera y retiró las últimas gotas de su piel. Me dijo:-El agua está ya fría, y, es muy amarga el agua fría-. Se vistió con mucho estilo para encontrarse desnuda delante de un hombre. Le pregunté por qué no se quedaba un poco más; le dije que rellenaría con agua caliente aquella pequeña piscina. Le pedí insistentemente que no se fuese- Si no me mirases tan calidamente, por tu comentario, podría despreciarte. Dijo; y añadió: – Sabes que esta noche volveré, al menos esta noche-. Supo encontrar el pasadizo que la lleva lejos, a su otro mundo. Me quedé en la bañera, observando cómo caminaba hacia mi puerta, evadiéndome, alejándose hacia algún lugar con el que yo no concuerdo, donde yo no existo junto a ella.
No recuerdo con demasiada nitidez qué hice el resto de esa tarde y el principio de esa noche. Supongo que la esperé. A esperar se aprende entre unas manos que te agarran, que te atan sin ternura, en esquinas, en bañeras, en largas tardes de aburrimiento. A esperar se aprende con lentitud, leyendo frases sin sentido, que no vienen a cuento, que no te maravillan ni te mantienen atento. A quienes nos gusta esperar solemos pensar mientras lo hacemos. Pensé en Julie; así se llamaba.
Llegó tarde, de madrugada, con un brillo extravagante en los ojos. Sonriendo con la alegría primaveral de las tres gracias de Rubens. Tenía el pelo húmedo, estaba lloviendo; me besó. Me lo merecía, ya que había aguantado despierto. Con conversaciones metafísicas pasaron las siguientes horas. Estábamos delante del televisor; el televisor estaba apagado. Ella todavía tenía seda en las manos. Nos acostamos. Pero sin placer. Un tal Epicuro decía que tenemos necesidad de placer cuando sufrimos por no estar presente el placer; cuando no sufrimos, ya no necesitamos el placer. Hablando con Julie yo no sufría; era absurdo sufrir, ella era una delicia. Me abrazó, me ató con sus manos durante toda la noche.
Como un milagro. Había aparecido en mi vida como una epifanía, como un rey mago. Los diez u once días siguientes fueron surrealistas, dadaístas… alegóricos. El regalo era realmente irresistible: un atractivo que paraliza la respiración, una elegancia sublime, conversaciones que no llevaban a explicar nada o que lo aclaraban todo; fiestas, sus contactos, gente importante. Todo era realmente encantador, pero yo no entendía nada. A veces se ausentaba, pero no me importaba, me parecía normal. Éramos como una escultura sin modelos clásicos, llena de originalidad. Más fiestas, más fiestas; de etiqueta. Creía que era de estúpidos negar una realidad, aunque no se sepa qué es.
La única vez que descendimos desde su mundo confuso y perfecto, lleno de formas geométricas, hasta mi mundo sensible, la llevé a un club de jazz al que yo solía ir cuando los clásicos me aburrían. Fue entre semana; la noche se me hizo muy corta. Escuchamos a un Count Basie, a una Billie Holiday. Todo era una farsa; ella no disfrutaba, o quizás sí, pero disimulaba. Entre aquella atmósfera cargada, su boca silenciosa se posaba en su copa llena de un licor rojo, un rojo menos intenso que el de sus labios. Yo ejecuté a la perfección mi papel de anfitrión; simulé que conocía al camarero delante de ella, la invité al mejor champagne de la casa e hice que le dedicasen una canción justo cuando volvía del toilete. Todo era una farsa; pero seguimos allí conversando sobre nuestra infancia entre el humo y el jazz, narrando lo muy absurdas que eran nuestras pueriles hazañas. El jazz ya se arrastraba, eran probablemente las cuatro de la mañana. Esa noche le pasé una mano por el pelo y se sintió mejor; parecía gris, triste. Toqué su boquita; su labio de arriba era el cielo, el océano era su otro labio. Aparecieron unos besos sobre la almohada. Mi imperio conquistó esa noche la porción más hermosa y elegante de la Tierra.
Llovía, llovía, llovía por las mañanas. -¿Cariño, qué es para ti la intensidad?-. Me preguntó. Me había sorprendido la pregunta. Me daba mucha rabia que siempre me sorprendiese. Me miraba muy de cerca y noté que sus pupilas se agrandaban por mi sombra. -Tus ojos-. Respondí. Me abrazó, éramos como dos gatos.
Llovía, llovía por las tardes. Dijo que esa noche tendría que ausentarse, que volvería mañana al amanecer. No hice preguntas, no las quise hacer. Aun así me explicó que iría a una fiesta muy elegante, que era una de las razones por las que había venido a la ciudad. Esa tarde dejó que le llenase la copa varias veces de un licor transparente. Nunca había bebido tanto.
Llovía por la noche. La miraba con lástima, como si ella no quisiese irse, como si ella tuviese que decirle que no a lo que realmente quería, ignorando qué iba suceder.
No volvió a la amanecer; pasé todo el día buscándola en comisarías, ambulatorios, hospitales, hoteles, moteles, hostales... Antes de intentar dormirme leí un periódico; había muerto un magnate de la prensa, una eminencia en su oficio, alguien muy importante, casi un mafioso que veneraba una palabra como “Rosebud”. Había una foto en el periódico. Era un hombre grueso y muy apuesto a la vez. Esmoquin blanco, pajarita negra, muy peinado, con anillo dorado. Estaba rodeado, en lo que parecía ser la fiesta más sofisticada del año, de diseñadores importantes, modelos, en fin… “celebrities” momentáneas. Pero justo detrás, hablando con un diseñador, un tal Wivenchy que en una ocasión me habían presentado, estaba Julie. Estaba de espaldas, pero llevaba un vestido blanco, abierto por detrás. Reconocía con suma claridad las curvas de su cintura, su columna y sus caderas sinuosas. Cuando salió de mi piso no llevaba ese vestido; antes lucía un abrigo negro. Lo habría comprado esa misma tarde, pensé. Me extrañó que sujetase su copa, de nuevo, con sus guantes negros. Julie, con su belleza y elegancia, era la única que podía aunar en sí misma la negrura de unos guantes y la blancura de un vestido sin llamar la atención. Era como una imagen poética de la ceniza o de un teclado.
Pensaba, le daba vueltas a la situación: ¿Volvería a verla? Me desperté en mitad de la noche y en lugar de darme cuenta de que todavía me quedaban unas tres o cuatro horas para disfrutar de mi cama vacía de matrimonio, únicamente la tenía a ella en mi mente. Su sonrisa, su voz, sus ojos, su piel, sus manos, sus piernas, su cintura, su pelo, nada de esto estaba en mi sueño, pero en cuanto mis pupilas empequeñecieron surgió, como si de una tempestad se tratase, ella, casi entera, pues sólo le faltaba su elegante vestido, en mi mente.

Deliraba: “Pero ¿Por qué la contemplo al desnudo? Todavía la estoy notando; aun no me ha vuelto a vencer el sopor, ni creo que lo haga si sigue estando ella aquí en mi cabeza. Es evidente que la añoro y que resulta más bella al natural, pero, ¿No estaré ligeramente trastornado?
No adormecía de nuevo. La almohada, bajo mi cuello semejaba un cactus defendiéndose de sus depredadores, mis pensamientos, buscando sólo que me incorporase.
Enloquecía de nuevo: “Pero yo no quiero, no quiero levantarme porque sé que si me alzo la perderé de vista en cuanto parpadee, por ese motivo, aun en horizontal, estoy intentando alargar desesperadamente cada uno de mis pestañeos, por si en alguno de ellos, vuelve la calma a mi mente, una calma, un sosiego sin Julie que llevo aguantando casi dos días y que al parecer, aunque yo no lo notase, me estaba consumiendo por dentro, como una polilla a una table, vocablo que siempre pronunciaba Julie, de castaño puro, tan puro como era mi pequeña, mi ángel, mi Sol, mi otro yo; un yo que estaría ahora durmiendo con una camisa de alguien, o ya sin ella, tal y como yo la contemplo en mi mente, aunque ahora, ahora sí, la pierdo, empiezo a perderla, pues una gota, una gota de cada ojo empieza a deslizarse por mis minúsculas patas de gallo por no emplear mis párpados, provocándome una sensación inaguantable; tengo que pestañear, sin duda no lo soportaré mucho más, pero es que sé que no permaneceré observándola si lo hago ya que ella se va con las lágrimas, que son egoístas y se llevan su pelo, su ojos, su labios, su cuello, sus dedos, sus pechos, su cintura, sus piernas, sus tobillos, sus pies, su cintura, su ombligo, sus manos … mis pensamientos...”

El cactus en el que tantos besos habían florecido días atrás era ahora suave césped con el que yo había vuelto a la calma. Era mediodía. No sabía qué hacer, me encontraba perplejo ante la realidad. Todo había sido demasiado apresurado. ¿Cómo seguir en medio de esta irrupción fugaz e inevitable? Continuar; esa era mi consigna; la última ilusión para defenderme de mi pérdida, de mi extravío. No soy de los que bailan al son que le tocan. Para seguir el camino en solitario encontré algún libro, ciertos cuadros, alguna que otra melodía. Pero es una simple sensación que nunca se cumple de verdad. El fracaso parecía mi vocación fundamental, y él mismo, mi fracaso, segregaba dolor. Una noche más transcurrió.

Dejó de llover al día siguiente y la realidad se desemperezaba parsimoniosamente. Todo callaba, todo estaba silencioso. El cielo totalmente inmóvil, claro, sin incógnitas, sin nubes. Tanta luminosidad de mañana debilitó, inutilizó mis ojos, mi mirada, pero me permitió pensar en Julie, mi rompecabezas. Comencé a dudar. Dudar; el más elevado grado de la inteligencia. Existe gente que puede vivir sin la inteligencia negando las incongruencias con facilidad, viviendo como si no existiesen, cerrando los ojos ante la maldad. Pero esa es la felicidad y la forma de vida de la ignorancia, de la negligencia.
No quería perder a Julie y no quería descubrirla del todo. Tan sólo investigar con diligencia, indagar un poco. Retomé la fotografía del periódico. Seguía allí ella, “comparable a los dioses”. Traté de no pensar pero la lógica me llevó a leer el artículo entero. El magnate muerto, el señor Wenimer, se había desplomado en mitad de la fiesta. Tenía un gran peso en un partido político que hace poco había sufrido un gran revés y era muy mayor. La policía apenas hizo preguntas. Dos semanas antes, en otra fiesta se decía que había muerto de una manera similar un importante juez; Mr. Baiser. Esta coincidencia me extrañó. Seguí leyendo y encontré (como si fuese un artículo de la prensa amarilla) todos los nombres de los que aparecían en la fotografía. El nombre que daban a mi querida Julie era: Eva Venin. Mi callejón tenía una puerta. Busqué información sobre ella. No le iba mal. Había estudiado Filosofía y letras; trabajaba para un periódico cierta importancia, en la ciudad. Un famoso personaje al que le agradó una de sus entrevistas era quien la invitaba a las elegantes fiestas. Eso me explicaba el misterio de sus contactos. Todo estaba tremendamente lejos del cuento que mi querida Julie me había contado. Me dolía. Estaba despechado. Solo. Desencantado. ¿Por qué habría querido mentirme?
Fui a la sede del periódico en el que trabajaba Eva Venin. Decidí disfrazarme y solicitar una entrevista, pues era la propia Julie quien se ocupaba del personal. Pero no estaba; era su mes de vacaciones. Por fortuna me entrevistaron en su despacho, había una carta a su nombre y apunté la dirección. Vivía en el otro vértice de la ciudad. Fui andando. Pensé que debía poseer mucho talento; era joven y tenía éxito. Le pregunté a una pareja por su calle. Llegué al fin a su piso. No sabía qué iba a decir, no sabía cómo me iba a justificar. Desconocía incluso cómo la nombraría. Llamé a la puerta. Nadie abrió. Empezaba a parecerme a un personaje de Kafka.
Esperé en su entrada. Al poco rato llegaron un hombre y una mujer. Era ella. Me aparté de su camino subiendo unas cuantas de escaleras. Él no parecía su amante. La dejó en la puerta, la abrazó con ternura y se fue. Volví a llamar a la puerta. Mi Julie pensó que era el desconocido; abrió. Este gesto, este “abrir” fue un conocer de nuevo. Éramos dos espejismos enfrentados. En un gesto de caballerosidad le cogí la mano, se la iba a besar, pero no me dejó. Se dio la vuelta y me invitó a pasar. No le pedí explicaciones, en cambio, ella me las dio. Tras el inicial “érase una vez” le dije que se lo ahorrase, que quería conocer la verdad. Su mirada entonces la delató. Fría, indolente, atormentada, hostil.
Me confesó que la noche en la que nos entrecruzamos venía de una fiesta en la que había muerto un hombre. Me explicó que conocía al hombre. Reflejaba una capacidad estilística ilimitada. Una inventiva inagotable. Una poética inaudita, un dominio del tono insólito y una audacia expresiva que llegaba a lo obsceno. No me convenció. ¡Le pegué un grito! Me alteré exageradamente y quizá se asustó. No confesó haber hecho nada. Había mantenido una relación con aquel magnate capitalista, con aquel fracasado Orson Welles; las autoridades creían que ella estaba detrás de la muerte del periodista mafioso y, por ese motivo, me dijo que había decidido evaporarse conmigo unos días; catarsis, qué admirable palabra. Sus ojos me embobaron de nuevo, otra vez; otra vez. Había resuelto mis dudas. Ella no me convenía. Era una Venus en un precioso cuadro, en un lienzo sin enmarcar. Una escultura con la espalda sin tallar.
Tenía sus guantes puestos. El negro seguía sentándole muy bien. Bajamos a una cafetería y pisamos esa noche, vagando, más de un andén. Cantamos a capela. Escuchamos de cerca nuestras más maravillosas melodías. Todo sonaba al ritmo de la reconciliación. Preguntas ocupaban mi cabeza, sus ojos, mi núcleo, mi interior.
Volví a mi piso. Sabía que ella era no honesta, pero desconocía mi ignorancia acerca de la maldad. Pasaron los días, seguíamos viéndonos y yo había compuesto una historia en mi cabeza. Era Eva una pobre chica que había tenido que hacer algo malo por dignidad, despecho, por honor. El magnate la había tratado como a una buscona, malinterpretando su ambición. Era justicia lo que había en mi mente; ni un grano de crimen, ni una gota de dolor. Todo era un puzzle para niños, lleno de inocentes figuras con odio y de honradas piezas con rencor.
Pasamos tres, cuatro, cinco ¿acaso una semana juntos? No era lo mismo. El contenido de mi historia parecía no tener un final feliz. Mi película que antes sí parecía de Capra estaba exenta de su happy end. Creí que todo volvería a ser como lo era la primera vez. Mas, la originalidad de aquel surrealismo, como toda originalidad, se acabó perdiendo y se convirtió en una muerte dulce, con cariño pero sin amor. Aquella particularidad de nuestra estatua, la nuestra, la había raptado ahora otro escultor. Julie era ahora Eva Venin. La Maga se había convertido en Madame Bovary.
Cuando volvió a trabajar, empezó a rechazarme. Nuestras óperas eran ahora nocturnos romanticones; demasiado cortos, sin metrónomo, sin ligaduras, sin un sólo matiz. Me decía que no podíamos vernos con tanta frecuencia. Que no tenía tiempo. ¿Se estaba arrinconando lejos de mí? Yo me había centrado durante mucho tiempo en ella. La había encubierto en mi mente. Por y para ella, había procurado mi propio perdón.
Volvimos a mi club de jazz. Fue un fin de semana. Recuerdo que la noche se me hizo muy larga. No cantaban esa noche en directo. Había un tocadiscos, había que pagar. Nos rodeaban sólo un par de jovenzuelos soñadores. Todo estaba nítido, no había una gota de humo, no había puros, no había magia, no había azar. No mojó sus labios con el licor de su copa, quería mantenerse en pie, sobre sus tacones, quería que yo no la abrazase, quería poder andar. No probó el licor. Y mientras yo ingería mi ginebra de un trago me susurró: “tenemos que dejar de vernos; te tengo que evitar”. Me quedé perplejo. Me levanté, pagué las bebidas y di una propina a uno de los camareros para que en el tocadiscos sonase cierta frase hiriente del “As time goes by”. Cavilé, entonces, demasiadas tonterías. Pensaba en existir y no querer hacerlo. Aquella situación había agotado todo mi perdón, toda mi espera; tenía, ya, mi alma agonizante aunque en mi triste cuerpo aún me quedaban fuerzas. La puerta que había encontrado en mi callejón sin salida, en la que había acumulado todas mis esperanzas, tenía echada la llave.
Hice que mi vientre sustituyese a mi pesaroso corazón. Seguí adelante dolido, pero sin rencor. Pretendía no pensar en ella pero cuando mi atención se desviaba de lo que me convenía, reaparecía Julie, como la sempiterna manzana, la eterna tentación. Pasaron los días, incluso alguna semana. Debo confesar que en ocasiones la visitaba; iba a su calle, a su café, medio descubierto, medio enmascarado. Ella me reconocía, me descubría pero parecía no importarle. Me observaba huidizamente, con lástima. Nunca, nunca me saludaba. Las noches se me hacían largas; eternas eran mis mañanas. De vez en cuando la había llamado para poder escuchar su voz. Pero colgaba sin hablarle. Sabía que era yo. Por las tardes leía, tocaba el piano, tomaba cafés de dos horas, soñaba con Julie, y siempre, siempre me acordaba de todas sus palabras y de nuestra primera “canción”. Me intenté centrar en mí mismo, me fui un par de fines de semana al campo. Cuanto mayor era mi relajación, cuanto más lejos estaba de la ciudad, más pensaba en ella. Añoraba sus locuras, sus momentos de enajenación, sus manías, sus chifladuras, también sus depresiones. Estaba con otro. No podía dejar de meditar en eso. Me convencía de que debía ser así, de que era normal; una joven inteligente y apuesta, elegante y preciosa no podía estar sola, esperándome. No podía dejar de pensarlo. Hay gente que es capaz de afrontar los problemas; los acatan sin especular, yo, en cambio, me hago preguntas. ¿El ser humano es el único animal que se pregunta? ¿Por qué no puedo buscar a Julie? Pero esa no era realmente duda; debemos formularnos mejores preguntas; a veces son más importantes que la solución; ¿Existe todavía algo de Julie o se ha transformado en Eva Venin? Tantas veces había evitado esa cuestión…
Se aproximaba una fiesta importante a la que con toda probabilidad acudiría el sujeto de todas mis preguntas, mi otro yo. Estaba decidido a ir. No sabía qué decirle; no sabía por dónde empezar. Moví unos hilos para conseguir una invitación. Compré un traje nuevo, caro, negro, elegante, exquisito, digno de todo un señor. Sólo esperaba que Julie acudiese a la fiesta. Y allí la veía tan acompañada por personas importantes que ni siquiera se fijo en mí. Parecía más Julie que Eva Venin. Yo estaba con mi asiduo amigo, el licor, en la esquina de una barra observándola desde la distancia y con temor. No paraba de saludar a gente de periódicos, a bribones de la radio, a casanovas del cine y a algún que otro genial escritor. Yo apenas conocía a nadie, estaba sólo con el educado camarero y mi licor. Durante un tiempo perdí de vista a mi objetivo, estaría camuflada detrás de alguna columna griega que había en la sala, junto a alguna escultura o echándose a los brazos de algún bribón. Pensaba eso y me refugiaba en mi pequeño vaso, en mi amargo licor. Se acercó a mí, me rozo sinuosa y suavemente con su guante negro mi oreja y me susurró para torturarme: -espérame en el “club de Jazz” cuando la fiesta acabe. Haré todo lo que esté en mi mano por acudir-. Se había rendido a mi traje, a mi osadía. Pero mis celos combinados con mi rabia crecida por verla tonteando con Don Juanes, lectores aficionados del Ars Amandi, no me permitieron irme de allí. La realidad se precipitaba ante mí. La razón sirve para disecar la realidad pasada o la futura; ¿cuándo aprenderemos a usarla en complicaciones, en momentos de tensión?
En la fiesta había aparecido un hombre muy importante. La nueva sensación, la esperanza de aquel partido tan reaccionario al que pertenecía el difunto magnate del capitalismo gris. Era un hombre selecto. Austero, serio que miraba a todos sin apenas hablar. Había rumores de que planteaba cambios demasiado importantes para nuestra ciudad. Todo el mundo sabía quien era; todos lo admiraban con su rostro de frente y lo reprendían después. Era una situación cómica, parecía un extracto de los hermanos Marx. Yo seguía en la barra, bebiendo, perplejo ante la extraña situación. Aquel era un instante importante, sin duda ocuparía algún que otro titular. Me fijé en Julie; observaba los movimientos de aquel jovenzuelo letrado, de aquel “gallardo” hombretón que se apellidaba Barcosí. Estrujaba la mano a los varones, besaba a las mujeres. Se acercaba el turno de Julie. No podía permitir que la babosease. Fui a impedirlo acercándome a la espalda de Julie. Pretendía evitar su encuentro y despedirme, a la vez, de ella hasta después, claro, hasta después…
Había un gran eclipse, y yo era el Sol. Luna se llamaba Julie; Tierra era aquel político pecador. Todo estaba oscuro. La luna le tendió la mano a la Tierra; el planeta la sujetó, pero el astro, encendido, apasionado, violento y exaltado, a la luna, a Julie, volteó. De rodillas, le inmovilizó la otra mano, la izquierda, la siniestra con tanto ímpetu como furor. Le besé la mano como si le acabara de declarar todo mi amor. Levanté mis rayos hacia los mares de la Luna y sus ojos, felinos, helaron toda mi pasión. Transcurrió un instante, todos estaban sorprendidos, la música de la fiesta se paralizó. Mi boca estaba rancia y amarga: el mundo, por la interposición de aquel beso, había cambiado de color. La mano izquierda de Eva Venin escondía humedad entre la elegante seda; un veneno que sabía a un licor. Me desmoroné hacia el elegante parqué, pero Julie, estremeciéndose por el error, me abrazó con sus manos. Concluyó el eclipse. Concluyó todo el espejismo. El Sol se extinguió.
Yo todavía te siento temblar contra mí como una luna en el agua”.

8 comentarios:

Osore dijo...

¿Qué puedo decir? Me he quedado así al final: O_O Precioso.

Ó dijo...

oh! ¿En serio que te gustó? Lo mandé a un concurso... aver... el premio son seis mil eurillos... ojalá me toque la lotería.
Puedes criticar lo que no te guste eh? (que acepto muy bien las críticas!) Un abrazo muy forte y gracias por perder tu tiempo leyendolo!!!!!!!!!!!!!!!!

Transeúnte dijo...

Mmmm... Volví. Opino cuando me lo lea, que no tengo tiempo ahora. Besines.

stat dijo...

Q ilusión!!!
Al leerlo otra vez, todo seguido, con distancia...

CONFIESO: Creo que me enamoraría de alguien que escribiese algo así...

Ó dijo...

Gracias por tu comentario stat. ¡Qué gusto ver que todavía queda gente con criterio!

Anónimo dijo...

He aqui ese comentario anonimo q te debia x mi intrusion:

Sabes por donde te mueves...una confesión como comienzo q pretende (y consigue) enganchar al que lee y una metáfora butal para el final dando respuesta a todos los porqués.
Con sabor a Audrey y Cortazar, a cine y musica clásica; muy tú.

Sigue por esa línea y, quizá algún día, llegue a incluírte en mi lista de escritores preferidos ;)

Ó dijo...

Señorita anonimo. No es ninguna intrusión... si lo cuelgo es para que se lea. Y lo captaste muy bien... justo las influencias que recibo, mis fuentes, son esas. Congratulations. Yo firmo. Yo escritor y tu crítica. OK?

Ó dijo...

Siento (creedme) comunicaros que mi relato no ganó el concurso de los inútiles y sin criterio alguno de Booket. Ganó un científico. Mi mente se divide. "Critícalo" dice una parte. No" argumenta el otro hemisferio. No lo voy a hacer. No lo voy a hacer porque el chico es de ciencias. Seis mil euros para él. Creo que ha hecho declaraciones. Dijo que se iba a comprar un microescopio (prevaricación). Un futuro escritor se compraría un homólogo en el mundo de las letras: un diccionario etimológico. "We will try again"