jueves, 11 de diciembre de 2008

Son sueños

Lo que hace años hubiese querido que, en algunos puntos, fuese mi vida lo recoge Andrés Trapiello en “Do Fuir”. Me pregunto si ya es tarde:

LA Administración republicana ha intentado suprimir la Universidad de la Ciudad de Nueva York, sin lograrlo, y J., que al fin había logrado la propiedad de su plaza como profesor, no sabe qué hacer, porque sospecha que tarde o temprano volverán a la carga.Yo a veces trato de imaginármelo en aquella ciudad. En su piso no tiene televisión, no tiene ordenador, y únicamente compra una vez por la semana El País, para mirar el suplemento de libros. ¿Cuántos años lleva haciendo esa vida de cenobio? ¿Veinte, veintidós? Ve al año quince o veinte óperas, asiste a otros tantos conciertos, acude una os dos veces al mes a la filmoteca neoyorquina para ver raras películas que tenía olvidadas, visita tres o cuatro grandes exposiciones y no olvida sus pequeños museos de la propia ciudad o de Filadelfia o de Washington. Puede leer los libros que ama en media docena de lenguas y por encima de todo, y pese a su soledad no le pierde la cara a las adversidades. Cuando se asoma a la ventana de su salón ve un trozo del río Hudson, los árboles corpulentos de la orilla y unos cuantos tejados, con sus característicos depósitos de agua. Es por otro lado un hombre de costumbres morigeradas, no gasta, no bebe, no fuma y no ama la vida social, y sin embargo es sociable y sumamente afable con aquel que se le acerca, dispuesto a hacerle un favor si se le solicita. Es bondadoso y sabio, de maneras delicadas. De sus manos podría decirse lo que Stendhal dijo de las de Mozart, únicamente están configuradas para el teclado del clavicordio: es incapaz de meter un clavo en la pared. En su caso, el piano, que toca como un amateur sensible a quien no arredra ninguno de los grandes compositores para ese instrumento, es su verdadera y amada pared. Para las demás cosas prácticas es un inútil completo, aunque menos de lo que podría parecer, porque de todos modos allí en América alguien tendrá que clavarle los clavos, digo yo, y hacerle los desayunos y las cenas. Da sus clases y se vuelve a casa. Allí se pone ropa de deporte y sale a correr un poco por el parque. No tiene ni siquiera aspecto de deportista, al contrario, propende a la línea pícnica y la calvicie le ha hecho siempre no perder de vista los límites que la realidad le ha impuesto. Le gustan las conversaciones intrascendentes tanto como las transcendentes, y cuando viene a España, después de seis meses de ausencia, quiere ponerse al tanto de los pequeños asuntos, noviazgos, separaciones, defunciones, bautizos, zancadillas y turiferios. Tiene siempre un humor excelente y nadie ríe con más ganas, incluso las bromas más simples, cuando son felices. Naturalmente algún día se levantará más triste, pero son precisamente esos días los que aprovecha para retirarse de la circulación, con el fin de no molestar a nadie con sus propias murrias y mejorarse solo, o con alguno de sus remedios: un disco, una exposición, un concierto, una película... Así que cuando telefoneó desde Nueva York y la conversación llevaba camino de llegar a los tres cuartos de hora, dadas sus férreas convicciones respecto del ahorro doméstico, era como para pensar que nuestro buen J. estaba furiosos con las cosas que sucedían a su alrededor. Algunas veces le decimos: Vente a España. Y él responde con entera e incontestable simplicidad, meneando la cabeza: ¿A qué? Lo haría sin duda, pero después de tanto tiempo fuera, ya no conoce a nadie en su país. Lleva veinte años enseñando literatura en las mejores universidades de América, pero si quisiera volverse a España no encontraría un lugar donde poder trabajar.Ayer la psicóloga de uno de los cursos a los que da clase mandó llamarle. Una de sus alumnas había visitado a esa mujer para presentar una queja formal contra él. Al parecer nuestro amigo les había puesto como lectura San Manuel Bueno, y esta novela estaba causando una gran angustia y ansiedad a la muchacha, por lo que ella, la psicóloga, le pedía por conductos oficiales que exonerase a la chica de su obligación de leer tal libro, cambiándoselo por otro. ¿Y no era eso lo que perseguía nuestro don Miguel, una agonía perpetua? Pero nuestro amigo no dice nada, ni se defiende, como los ecce homo, paciente como Job, que en inglés significa trabajo, y sale de allí con su corona de espinas en dirección de su casa, junto al río, bajo los árboles centenarios del parque donde todo el mundo da vueltas con entusiasmo y zapatillas deportivas alrededor de su ombligo”.

Si yo fuese el profesor le obligaría a leer el libro.

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