lunes, 19 de enero de 2009

La chica del tren

Escribo despacio, con turbulencias.
Sus ojos se dejan ver.
Muy redondos, y castaños,
conciben a los míos,
que están amotinados,
que querrían preguntarle algo,
como cómplices,
no como extraños.
Soporta una ría con apenas
un extremo de su cabeza:
pero su pelo no se humedece
porque lo ampara un cristal
donde veo su tristeza.
Tapa con una chaqueta su torso:
es negra, de cuero.
Contrasta con su piel de aspecto
suave: fina, de diseño.
El asiento esconde sus piernas interminables.
Yo en cambio me las imagino rectas,
sin cadencias.
Al ver que tomo un folio y garabateo
supone, vanidosa, que la dibujo.
Lo haría si supiese.
Sólo así podría recordarla, verla
sin necesidad
de que medie la palabra.
No busco conocerla,
saboreo la distancia,
tanto como su presencia.
Lo sumiso de su pelo rubio
no permite que examine
su boca: un tanto perfecta.
El frío no pudo con sus labios
y el mar de Vigo no cambió mis ojos,
que siguen absortos
en su absurdo moño.
Sus miradas continúan arqueando
mis cejas, no así mis rodillas.
Me deslizo por su cuello
y lo acabo confundiendo
con lo fino de su cabello.
El tren y el viaje
la cansan: ahora
resopla como una borrasca.
Mastica un chicle,
se queda prendada con Redondela.
El tren llega a Vigo.
Imagino que su novio la espera.

2 comentarios:

Raquel dijo...

Los desconocidos tienen tendencia a ser víctimas de nuestra imaginación. De pequeña me encantaba ir por la calle con mi hermano imaginándonos sus vidas,a donde iban, de donde venían, por qué...

Ó dijo...

Me lo pasé en grande cuando mis compañeros de viaje me abandonaron este viernes en villagarcía... Fue una sensación rara. Pensé en regalarle el poema a la chica aquella pero no lo hice por si se pensaba cosas raras que no lo son...