Conozco a una chica que de verdad piensa que todo lo que dice la Ciencia, su ciencia, la que ella estudia, es inapelable e incuestionable, y por su puesto lo único que es imprescindible a la hora de ser un urbanita “de bien”. Su cinismo, que no sabe que es una postura como otra cualquiera ante la vida, me agota. Cada vez que hablo con ella parece que trata de sacarme de quicio. En el fondo es divertido. Suelo pensar, al verla, eso de que los mayores fanatismos ocultan las más inmensas dudas. Creo que escribo aquí porque no me gusta discutir. Y leo en un libro de Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber: “en la época en que escribía Heródoto, en el siglo Va.C. todavía se daba por hecho que los mejores escritores escribían gracias a la inspiración divina, inspirados por las musas, y éstas eran como otros dioses. No estaban constreñidas por la verdad o la franqueza; en gran medida, si querían, tenían el derecho divino a mentir y a ser veraces. Eso se debe a que, para los antiguos griegos, la verdad y la mentira convivían una con otra, iban de la mano, estaban unidas en lo más profundo. Y cuanto más insistía alguien en que decía sólo la verdad, más reían para sí quienes escuchaban o leían y daban por hecho que intentaba engañarlos”. Deberíamos preguntarnos ciertas cosas: ¿tenemos capacidad para decidir qué es verdad y qué es mentira? ¿Podemos hacerlo todos nosotros? Es muy fácil pensar que poseemos un conocimiento superior, una comprensión más adecuada de los hechos. Nos gusta corregir los errores del pasado de acuerdo con nuestros criterios de lo que es verdad. Pero ¿quién corregirá los nuestros? Antes, todo el mundo sabía que el Sol daba vueltas en torno a la Tierra; ahora todo el mundo cree que sabe que la Tierra da vueltas alrededor del Sol. El problema es que cada gran paso que damos en la comprensión derriba e invalida el conocimiento anterior. En el futuro nos verán del mismo modo que algunos de nosotros miramos el pasado. Seguramente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario