jueves, 22 de octubre de 2009

Bruckner: conservando recuerdos.

La Viena del XIX estaba polarizada entre los partidarios del estilo musical deWagner y los que preferían la música de Johannes Brahms. Bruckner dedica, ingenuo, a Wagner su Tercera Sinfonía, y se ubicó, sin desearlo, junto a Wagner. Hanslick, líder de la opinión culta, de Brahms, escogió a Bruckner como punto de mira para desatar su furor antiwagneriano...




Nació el 4 de septiembre de 1824 y murió el 11 de octubre de 1896. La mayor parte de su vida la pasó en Austria, en un pueblo que dificilmente podemos encontrar en un mapa. Bruckner, al igual que su padre, comenzó trabajando de maestro de escuela. En el Austria de aquel tiempo, entraba dentro de las atribuciones de los maestros de enseñanza primaria la enseñanza de la música religiosa. El joven Bruckner recibió de su padre sus primeras lecciones de música. Después de la muerte de este último, Anton Bruckner entró como cantor en el monasterio de San Froilán, cerca de Linz, donde le enseñaron órgano, piano y violín. En 1840 comienza en Linz los estudios de maestro adjunto, pero sin abandonar sus estudios de órgano y teoría. De 1843 a 1845 fue maestro en distintas aldeas; más tarde, desempeñó estas mismas funciones en San Froilán. Tres años después, ocupó en este monasterio el puesto de maestro y organista, teniendo a su disposición diariamente diez horas para estudiar el piano y tres para el estudio del órgano. Brucner, todavía no tenía conciencia de su verdadera vocación, ya que en 1853 presentó su candidatura para poder desempeñar el cargo de escribiente de la cancillería. Un año más tarde se sometió al juicio como de tres compositores vieneses de renombre, entre los cuales figuraba el profesor de teoría musical del Conservatorio, Simon Sechter. Ésta no sería la última vez que se sometería a un examen para conseguir un diploma. En esta ocasión, sin embargo, el nuevo certificado llegó en el momento más oportuno, pues gracias a él, Bruckner podía optar a la plaza de organista de la catedral de Linz, que acababa de quedar vacante y que obtuvo por su brillante interpretación. El primer mecenas de Bruckner, fue el obispo Rudigier, quien, adivinando plenamente el valor de Bruckner, le proporcionó la ocasión de ir a Viena de vez en cuando para que pudiera seguir allí los cursos que daba Scheter.

En Linz, el horizonte musical de Bruckner se ensanchó: por primera vez pudo escuchar sinfonías y óperas. A lo largo de siete años estudió bajo la dirección de Sechter, recibiendo cinco certificados con una alegría infantil al cabo de este período de estudios. En 1861, Sechter llamó a su extraño discípulo: “un maestro en la materia”. Pero el complejo de inferioridad que tenía Bruckner no había desaparecido: todavía sería necesario un nuevo examen que fijara sobre el papel su capacidad y corriera con la responsabilidad de dicha certificación. En este momento, Bruckner conoció al director de orquesta de la Ópera, Otto Kitzler, ardiente admirador de Wagner, quien le inició en la morfología musical (Sechter se había limitado al contrapunto), en las Sonatas de Beethoven, y en el Tannhäuser. Esta ópera fue una revelación para Bruckner, marcando además el momento en que abordó sus primeras grandes composiciones: “Misa” y la “Primera Sinfonía” (1864-1866). En esta época encuentra a Wagner por primera vez, con ocasión del estreno del “Tristán”. El momento era crítico: una enfermedad nerviosa se había declarado repentinamente con crisis de melancolía e ideas de suicidio. Acababa de atravesar victoriosamente aquellas pruebas, cuando fue nombrado profesor del Conservatorio de Viena en sustitución de su viejo maestro Sechter. Antes de aceptar, dudó mucho tiempo, hasta que se le dijo que si rehusaba, se nombraría a un alemán. Bruckner no quería quemar sus naves: durante dos años le sería reservado su puesto de organista en la catedral de Linz. En Viena, el Estado le pagaría, además de su sueldo, un subsidio que le permitiría “escribir grandes composiciones sinfónicas”. Después de todas estas seguridades aceptó. Al cabo, Bruckner pudo pagarse un viaje a Bayreuth, donde mostró a Wagner sus Tres Sinfonías, aceptando este último la dedicatoria de la Tercera.



Aunque muy apreciado por sus discípulos (Nikisch, Mahler y otros más), la gran ingenuidad de Bruckner provocó en una ocasión un pequeño escándalo: sin la mejor segunda intención, se dirigió cierto día a uno de sus discípulos con una frase equívoca: inmediatamente, se desmesuró de tal manera esta imprudencia, que el hecho tomó caracteres de atentado contra la moralidad y las buenas costumbres. A pesar de que se demostró que el compositor, del cual se afirma: Nuncuam mulierem attigit, era sin duda inocente, los periódicos convirtieron este incidente en un acontecimiento sensacional. A partir de 1869, el organista Bruckner frecuentó con regularidad el extranjero (Nancy, París, Londres). Pero los éxitos obtenidos en el exterior no convencieron a los vieneses. Con motivo de la ejecución de la “Tercera Sinfonía”(1877), la sala, llena al principio, fue vaciándose poco a poco, no quedando al final más que unos diez oyentes. En nombre de sus condiscípulos, uno de los alumnos de Bruckner quiso ofrecerle una corona, pero el secretario de los Gesellschaftskonzerte se opuso terminantemente a ello. No obstante, Bruckner tuvo un consuelo: el editor Rättig le esperaba en un pasillo con el fin de prometerle la impresión de esta “Sinfonía”. Su primer gran éxito en Viena fue la ejecución de su Te Deum (1886). Aquel mismo año obtuvo la Orden de Francisco José. Fue recibido en la Corte por el Emperador, quien le preguntó: “¿Qué puedo hacer por usted, mi querido Bruckner?”, a lo cual Bruckner, con su ingenuidad, respondió: “¿No podría vuestra Majestad prohibir a Hanslick, de la Freie Presse, el menospreciarme como tiene por costumbre?”. A pesar de la buena impresión que produjo en Leipzig la “Séptima Sinfonía”, su estreno en Viena fue un escándalo. Hanslick le injurió, tratando la composición de “boa constrictor sinfónica” y calificándola de “Terrible pesadilla de un músico de orquesta rendido por veinte ensayos de Tristán”. El editor de esta “Sinfonía” hizo circular un anuncio que mostraba, al lado de las críticas destructivas de Viena, las críticas encomiásticas de Alemania. También Brahms (v. Biografía) juzgó injustamente a Bruckner. La situación cambió en Viena, en el año 1880, con motivo de la ejecución de la “Tercera Sinfonía”. Hugo Wolf, con sus artículos en el Wiener Salonblatt, contribuyó a la rehabilitación de Bruckner. Un año después, recibió el título de Doctor honoris causa de la Universidad de Viena, y el Emperador Francisco José le hizo cesión de una casa. En 1892 dimitió como profesor del Conservatorio; desde hacía mucho tiempo padecía de los nervios; entre otras manías tenía la de querer contarlo todo, las hojas de un árbol, los puntos de un libro, etcétera. Bruckner consagró los dos últimos años de su vida al final de su “Novena Sinfonía”, pero no pudo hallar las fuerzas suficientes para terminarla. La misma mañana de su muerte se ocupaba en esta tarea. Según su deseo, fue inhumado en un féretro vacío de la cripta de San Florián.


1 comentario:

Ovidio redivivo dijo...

Bruckner demuestra que las Musas existen. Seguramente, como antaño le sucedió a Hesíodo, un buen día las diosas se le aparecieron y, luego de insultarlo, le infundieron una voz divina. Una fuerza cósmica a veces grita y otras susurra en sus sinfonías. Uno imagina, tras escucharlas, que el compositor de estas obras fue un genio sobrehumano, una personalidad heroica y cautivante, arrolladora y, claro, indaga la biografía y ¡vaya desilusión! se encuentra con que aquello de "rústicos pastores, oprobiosos seres, sólo estómagos" le calza como anillo al dedo. El sujeto es simplemente un "medium".